Encuentro el sitio perfecto para pasar la noche.
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Encuentro el sitio perfecto para pasar la noche.
Salí del camping con la prioridad de encontrar un supermercado para comprar la comida necesaria para pasar un par de días o tres ya que mi intención era la de hacer acampada libre y olvidarme un poco de los campings, ahora que empezaba a ver que lo de escribir e ir subiendo la información durante la ruta, iba a descartarlo con el paso de los días.
Bordear el lago me dejó unas bonitas vistas de Bauduen y toda su orilla. Llegué a Sainte Croix de Verdun donde paré en un pequeño supermercado a comprar, teniendo en cuenta que al día siguiente era la fiesta nacional de Francia y encontraría todos los comercios cerrados, comida para pasar al menos 3 días.
Dejé el lago a mis espaldas dirigiéndome hacia el norte y atravesando, uno tras otro, inmensos campos de lavanda. El ambiente se envolvió del olor de esta flor que tanto atraía a las abejas que recogían, por cientos, su preciado néctar.
Nunca había visto cosechar los campos de lavanda y tuve la oportunidad de hacerlo ese día. Ahora ya sé cómo, gracias a la tecnología, se conseguía conservar la curvada forma de las hileras de la planta. Me pareció algo de lo más curioso.
A lo largo de los días iba pasando de parque en parque, esta vez adentrándome en el Parc Naturale Régional du Verdon.
Ese día no había madrugado mucho, había comenzado la ruta a las 9:30 a.m. y, además, había parado a hacer compra, por lo que el calor me pilló de pleno en mitad de la ruta y tuve que parar a descansar bajo una sombra hasta que el sol bajó un poco y la temperatura se hizo más soportable. Aproveché para comer algo de fruta, hidratarme y ponerme bien de crema protectora solar por todo el cuerpo.
A la altura de Le Chaffaut-Saint-Jurson me topé con el Bleóne, el típico río alpino con sus aguas frescas que discurrían entre un lecho de pequeñas piedras.
Atravesé Digne les Bains con sus piscinas naturales donde los locales disfrutaban dándose un baño en sus cuidadas playas. Para salir de esta ciudad tuve que cruzar el Pont des Arches para alcanzar la otra orilla del río Bléone.
Continué camino siempre por el margen izquierdo del río, maravillada por el paisaje que la ruta me iba regalando. En un recodo, el río se bifurca en dos y las aguas del afluente Les Bés viniene viene a unirse al río principal. A partir de aquí, seguí rumbo norte buscando un buen sitio donde pasar la noche a orillas de este nuevo cauce.
Descubrí una pequeña entrada escondida entre los matorrales que tapaban un puente que cruzaba a la otra orilla. Pensé que, si lo cruzaba, podría encontrar un buen sitio donde plantar mi tienda y pasar una noche tranquila junto al río. Podría darme un baño, cocinarme la cena y, por la noche, echarme a dormir mecida por el sonido de la corriente.
A partir de este momento surgió la magia y puedo decir que esta fue la mejor noche de todo mi viaje y es que, lo que ocurrió a continuación, se me quedará en la memoria por mucho tiempo como prueba de la bondad y hospitalidad de la gente.
Cuando llegué a la otra orilla encontré un sitio perfecto para plantar la tienda, pero enseguida vi que el terreno pertenecía a una casa que se veía a unas decenas de metros. El sitio era tan espectacular que no quise marcharme de allí por lo que se me ocurrió ir hasta la casa y preguntar a sus dueños si me daban permiso para pasar la noche en su terreno.
Llamé a voces a través de una puerta que estaba medio abierta y se asomó un señor de alrededor de 70 años con cara de asombro y curiosidad. Medio en inglés medio en francés, le expliqué quién era y que hacía allí y enseguida me dio permiso para quedarme en sus tierras, sin ponerme ninguna pega. Le di las gracias como mil veces y me fui a montar la tienda.
Cuando ya tenía todo organizado me fui a darme un baño, dejándome mecer durante un largo rato por la corriente de las frías aguas del río. Estaba en la gloria, rodeada de montañas y naturaleza, no podía pedir más, estaba en el lugar perfecto.
Sin embargo, hubo más sorpresas. Cuando volví a mi tienda, se acercó la que por un momento pensé que era la hija del señor, a ofrecerme pasar a la casa a ducharme e invitarme a cenar con ellos. Denegué la ducha porque me bastaba con el baño en el río, pero acepté cenar con ellos de muy buena gana sin dudarlo ni un momento.
Marc, Nicola y Laurent me brindaron una hospitalidad increíble y pasamos la velada contándonos nuestras vidas en el porche de esa magnífica casa que, según me contó Marc, tiene una antigüedad de más de 300 años. Cuando la compró, solo se encontraban en pie las paredes y la fue reconstruyendo poco a poco hasta dejarla como se ve hoy. Tras una deliciosa cena finalizada con una tabla de quesos, tarta y helado, nos despedimos y me fui a dormir a la orilla del río. Fue una noche mágica.