El descenso a los infiernos y posterior subida a los cielos.
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El descenso a los infiernos y posterior subida a los cielos.
Me di cuenta de que había cambiado de comunidad cuando comencé a ver carteles de la Junta de Extremadura junto a la carretera. Al transcurrir la ruta por pequeñas pistas rurales, no hubo cartel de bienvenida a la provincia de Badajoz.
El paisaje seguía siendo muy similar al que había recorrido hasta ahora y disfrutando de lo que iba viendo pasé por delante de una fortaleza, el Castillo de las Torres, de camino al pueblo de Monesterio, donde paré a comprar algo comida y agua para pasar la noche. Esa tarde sí que encontré un buen sitio para acampar unos kilómetros pasado el pueblo, en un bonito y tranquilo bosque de alcornoques. Justo cuando había terminado de cenar, ya con la colada tendida y todo recogido, comenzó a llover y, a todo correr, tuve que recoger la ropa y proteger la bici con unas bolsas de basura que siempre llevo conmigo. Afortunadamente aquello no duró mucho y antes de irme a dormir todo había vuelto a la calma. Las nubes fueron dando paso a un cielo lleno de estrellas y antes de meterme en el saco, pensaba en lo bonito que me estaba resultando este Camino y me sentía muy dichosa de poder estar allí disfrutándolo.
Sin embargo todo cambió a la mañana siguiente. Los bosques pronto dejaron de acompañarme dando paso a extensas y áridas plantaciones de cereales. Casi sin darme cuenta, había pasado de recorrer un bonito paisaje a encontrarme con un inmenso mar de desolación a lo que había que añadir, para mayor tristeza, la cantidad de macrogranjas que iba encontrando en esa zona y que se iban anunciando varios kilómetros antes de divisarlas con el terrible hedor que desprendían, haciendo insoportable respirar ese aire mucho antes ni siquiera de llegar a ellas. Si ya en octubre se hacía duro estar allí, no quería ni pensar en la situación de los pobres animales hacinados en las naves durante los meses de verano bajo el sol abrasador.
Las horas pasaban, llegó la tarde y luego la noche, y a mi alrededor nada cambiaba. El Camino se volvió duro y monótono y así continuó también el siguiente día. Esto me hizo pensar mucho en la importancia de cuidar la naturaleza y la incapacidad que tiene el ser humano de llegar a entenderse con ella. Encontré a varios peregrinos que caminaban pacientemente, avanzando poco a poco, y pensé que ellos tardarían muchos días en recorrer lo que yo pude hacer en una jornada y media hasta llegar a Mérida y volver por fin a encontrar árboles en mi camino.
Encontrar un sitio discreto donde acampar se volvió una tarea casi imposible, aunque finalmente pude quedarme debajo de un pequeño grupo de olivos que encontré en un terreno algo alejado del camino. Al menos el amanecer mereció la pena.
Unos kilómetros antes de llegar a Mérida, pasando por un estrecho sendero ya cerca de la ciudad, vi un perro suelto en un camino que había entre dos fincas. Era blanco y tan grande como un mastín. A mí me gustan mucho los animales, principalmente los perros, y no les tengo ningún miedo, pero en esta ocasión sentí que algo no iba bien. Efectivamente, en cuanto me vio, arrancó y salió corriendo detrás de mí, ladrándome muy enfurecido. En esos momento comencé a pedalear como nunca lo había hecho antes para intentar alejarme de allí, pero el perro me alcanzó rápidamente; mi bici pesaba demasiado y no había conseguido coger velocidad. De repente noté un fuerte tirón, el perro había mordido una de mis alforjas traseras y solo pude pensar que el siguiente mordisco sería en mi pierna y eso, la verdad, era lo último que me apetecía. Noté un torbellino de fuerza que me subió por el cuerpo y apretando los dientes, concentré todo mi esfuerzo en dar fuertes pedaladas, consiguiendo soltar al animal y dejarlo unos metros atrás. Me giré para comprobar que ya no era un peligro y pude tranquilizarme un poco, pero el susto me lo había llevado. Unos días más tarde, hablando con otros peregrinos, me enteré de que no era la primera vez que ese perro había atacado a un peregrino, se ve que nos tiene algo de ojeriza… Sin duda, la provincia de Badajoz no me estaba resultando el lugar más atractivo y me estaba llevando muy mala impresión de toda esa zona.
Afortunadamente, mi suerte dio un giro de 180 grados en cuanto llegué a la bonita ciudad de Mérida. Aproveché un merendero que encontré junto al río Guadiana donde había unos bancos y mesas, para parar a desayunar disfrutando de las vistas del viejo puente romano. En cuanto saqué de la bolsa una hogaza de pan, mi mesa se vio rodeada por un grupo de ocas que venían atraídas por el olor de mi desayuno y que querían que compartiese con ellas. Lo consideré como una bonita bienvenida que la ciudad me brindaba para compensar el mal trago que había pasado unos kilómetros atrás con mi amigo “el mastín asesino de peregrinos”.
Mérida es una ciudad bellísima y bien merece pararse a hacer una visita para admirar sus ruinas romanas, tan bien conservadas que impresionan a cualquiera. Aparte de su importancia histórica, para mí llegar allí fue como encontrar un oasis en medio del desierto. A partir de esta ciudad el paisaje se tornó más amable, volvieron los bosques y las fincas con los animales sueltos, y también algún que otro embalse como el de la presa de Proserpina, un lugar que encontré perfecto para pasar la noche, lástima que todavía era pronto y me quedaban muchas horas de luz para seguir rodando antes de terminar el día.
Esa noche, aunque alargué la ruta más de 100 km buscando dónde, no conseguí encontrar ningún sitio adecuado para poner la tienda. Los laterales de la carretera estaban vallados y sin ningún camino por donde meterme, pero al pasar por un pueblo llamado Valdesalor, vi que había un pequeño albergue de peregrinos y entonces decidí pasar la noche allí. Aproveche para lavar bien la ropa y darme una buena ducha que, después de estos días de acampada libre con “duchas de campamento”, mi cuerpo agradeció. Además, tuve la oportunidad de conocer a una pareja de jóvenes ingleses que también viajaban en bicicleta y tenían previsto llegar a Huelva donde tomarían un barco a Canarias y de allí, saltar al continente americano para recorrerlo desde el Caribe hasta Ushuaia, una verdadera aventura.
Al día siguiente entré en Cáceres, una provincia que me encantó. La encontré completamente opuesta a la vecina Badajoz y tanto sus paisajes como sus pueblos y la misma capital, Cáceres, me gustaron muchísimo. Incluso el Camino me sorprendió con varios avistamientos de ciervos que disfrutaban tranquilos en su ecosistema. También pasé por un enorme embalse, el de José María Oriol, que se veía bastante seco y es que ya eran muchos los meses de sequía que soportaba esta zona. Continué la ruta por pequeños pueblos y paré en un mercado a comprar algo de fruta. Todo iba bien hasta que las nubes comenzaron a acecharme y llegó la lluvia de la que no me pude librar, llegando al albergue de Galisteo calada hasta los huesos. Sentí mucho no poder salir a visitar la localidad que tiene fama de ser muy bonita, pero la lluvia arreciaba por momentos y opté por darme una buena ducha de agua caliente, poner toda la ropa y zapatos a secar, y cocinarme una cena que me calentara el cuerpo.
A la mañana siguiente salí de Galisteo con el cielo completamente cubierto de nubes y con la lluvia cayendo a ratos. En las próximas jornadas estaría muy pendiente de la previsión meteorológica, tratando de esquivar en la medida de lo posible, los chubascos que se aproximaban por el norte.
Sin duda el plato fuerte del día sería la visita a las ruinas romanas de Cáparra y su famoso arco, cuya silueta se dibuja en la cara superior de las señales que indican la dirección de la Vía de la Plata en la comunidad de Extremadura. Puede decirse que el arco de Cáparra es el símbolo de este Camino de Santiago.
La jornada terminó en Baños de Montemayor después de una larga e inesperada subida y es que estaba entrando en la Sierra de Béjar. Me instalé en el bonito albergue de peregrinos del barrio El Castañar que también hace las veces de Centro de Interpretación, lo que me brindó la ocasión perfecta para aprender un poco más de nuestra historia.
El día de descanso me llegó a la fuerza pues al día siguiente no paró de llover y además lo hizo con ganas. He de decir que tampoco me vino mal y aproveché para organizar mis cosas, descansar y conocer un poco a las otras dos peregrinas que se alojaban conmigo, una francesa y una alemana que también viajaban solas, pero en su caso recorriendo el camino a pie.
Este sería mi último pueblo de Extremadura, la frontera con Castilla y León se encontraba a escasos kilómetros de allí y al emprender de nuevo la marcha tras la jornada de descanso, entré en la provincia de Salamanca por la Sierra de Béjar.
2 comentarios. Dejar nuevo
Ya había entrado y visto las fotos de este viaje, pero aún no había leído el texto. Una vez más, conociendo lugares y personas increíbles. Y todo explicado de forma muy amena, incluso el susto con el terrorífico «mastín asesino de peregrinos”. Veo que te quedan dos entradas por redactar, quedo a la espera. Disfrútalo sin prisas.
Hola, Elena.
Muchas gracias por tus comentarios. Este viaje lo voy escribiendo poco a poco, disfrutando de cada recuerdo. Ha sido una gran experiencia y quiero trasmitir mis sensaciones de la mejor manera posible, intentando contagiar esta ilusión a todo el que me lea. ¡Espero conseguirlo!